Ayer por la noche, festejando el grito, estuvimos recordando el 16 de septiembre de 1810, la fecha que asociamos con nuestra Independencia. Como sabemos, esa noche fue el inicio de un muy largo proceso, 11 años, culminado por personas muy diferentes a las que lo habían iniciado.
A diferencia de lo que creemos, las independencias americanas no ocurrieron porque nuestros países quisieran ser más liberales. Cierto es que varios caudillos lo eran, pero lo que hoy llaman poderes fácticos, es decir, Iglesia, burocracia y comerciantes, lo que buscaban era evitar ese proceso de liberalización que les haría perder poder.
A partir de la segunda década del siglo XIX las nuevas naciones americanas van a sufrir un proceso de deterioro económico y político en la lucha interna: de un lado quienes buscaban mantener los privilegios; del otro, los pocos que apostaban a la gran novedad: capitalismo y democracia.
Para fines del siglo, prácticamente en toda América han ganado los capitalistas, que para entonces ya olvidaron la democracia.
Es el momento del cambio, el gran crecimiento de Argentina y Uruguay, el más moderado de México, Brasil y Chile.Pero quienes logran este crecimiento lo hacen precisamente sobre las cenizas de los poderes fácticos previos.
Tal vez el mejor ejemplo sea precisamente México, que a través de la Reforma y la Intervención logra uno de los procesos de redistribución de riqueza más significativos.No de ricos a pobres, sino de conservadores a liberales, que una vez avituallados, olvidarán también el capitalismo para vivir de las rentas.
Las nuevas disputas, ya en el siglo XX, incluirán a los obreros, de reciente aparición, pero que en realidad nunca harán una diferencia significativa. Para inicios del siglo XXI, América Latina sigue siendo el continente con mayor desigualdad, el que menos aprovechó los éxitos del capitalismo (la posguerra y la posguerra fría), y en el que es más visible la discriminación social.
A 200 años, no hemos querido aceptar que nos independizamos para no cambiar, que mantenemos privilegios propios de la premodernidad, ahora repartidos con tal amplitud que han acabado con nuestras economías y ya casi con la sociedad entera.
Doscientos años perdidos en una mítica independencia y una muy real explotación interna. Dos siglos de inflamada retórica y lacerante miseria.
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